lunes, 15 de noviembre de 2010


Estaba allí, apoyado contra una valla, esperándome, a mí. Y en cuanto alzó la mirada noté, como en un segundo, todo mi cuerpo se estremecía, primero, el corazón: me estalló, me dio un vuelco, tan fuerte que temí que él también lo hubiera oído… y me sonrió, a mí. Me desarmó con su mirada. Un escalofrío, parecido a una pequeña corriente eléctrica me recorrió la columna vertebral… y me fallaron las piernas, me sentía pequeña, ruborizada, indefensa cada vez que sonreía. Pero todo estaba bien, él estaba a mi lado. Las horas, los minutos, la imperiosa necesidad de rellenar esos silencios con palabras... cualquieras valían. Caminábamos, y cada vez que mi mano rozaba la suya… lo necesitaba. Nos sentamos y miramos la gente pasar, inventándonos mil historias, todos ellos ajenos a nuestras palabras, nuestros susurros, al roce de nuestros cuerpos, la intensidad de su mirada, mi temor… Y de repente todo se paró, yo notaba como se acercaba lentamente, con movimientos casi imperceptibles y, de repente nos sobrevino ese silencio. El silencio. Él me sonreía, yo no podía más que devolverle la sonrisa, mi sonrisa más sincera. Era feliz, y esperaba, que, justo en aquel momento, él también lo fuera.

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